lunes, 29 de junio de 2009

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Hace cuatro días que tu hijo llegó al mundo. Ese es el único motivo para el inicio de esta bitácora. Ese y la recién estrenada paternidad, claro.

De poco sirvieron los cursos de pre parto y esa visión falsamente natural del proceso. En el momento en que las contracciones de tu mujer empezaron a ser más profundas y sostenidas no pudiste hacer nada para mitigar su dolor. Al contrario, tuviste que apartarte cada vez que aparecía la comadrona y te miraba a través de los cristales de sus gafas con esa oblicua ojeada despectiva que indicaba que tú eras un estorbo y ella una persona con experiencia de años en estas lides.

Peor te fue mientras tratabas de aguantar la respiración en la sala de partos por culpa del fuerte olor a menstruación que impregnaba todo el ambiente y el ginecólogo te dijo aquello de: Mira, mira. Si ya le asoma la cabeza. Y tú, obediente, observaste hacia la zona que indicaba, esa parte de la anatomía de tu pareja que tantos placeres te había proporcionado en el pasado pero que en ese instante, ensangrentada y embadurnada de yodo, lo único que te producía eran mareos. Entonces te obligaste a reprimir una arcada. Arcada que no reprimió tu hijo al salir del útero materno y saludar al mundo con el vómito que vaciaba su pequeño estómago en una clara declaración de principios. Y es que. hicieras lo que hicieras, estabas fuera de juego en ese ancestral proceso que es el parto, donde desde hace miles de años los protagonistas del dolor son la madre y el hijo a partes iguales.

Tampoco sirvieron de mucho las recomendaciones del doctor Beato, ese médico que os recibía cuando el ginecólogo titular estaba ocupado atendiendo otros partos. Parecía que estuviera subvencionado por el Opus Dei. Porque siempre os llenaba la cabeza con la poética de la paternidad, el milagro de la vida, el sacrificio recompensado y demás valores nítidamente cristianos. Valores que brillaron por su ausencia en el momento en que tomaste a tu hijo por primera vez entre los brazos, le miraste a los ojos y descubriste para tu sorpresa que estaban cerrados. Que no había forma de acertar su color. Además de que se los habían embadurnado con una sustancia gelatinosa que le daba al niño -porque es un niño- un aspecto aún más acentuado de sapo adormilado. Para que luego digan eso de que los recién nacidos son preciosos.

Pero entonces, cuando lo tomaste entre tus brazos, descubriste que aquel renacuajo era tu hijo. Miraste su cara que aquí se observa más armónica porque el chaval ya está lavado y vestido, en la habitación del hospital, que es el lugar donde deben hacerse las fotos y no en la sala de partos después de la vomitera, no vayamos a ensuciar más la poética del nacimiento.


Y te percataste de que tenías entre tus brazos un ser indefenso que formaba parte de ti, de tus genes. Y te entraron unas ganas horrorosas de cuidarlo y protegerlo porque era tu hijo. Y parecía tan bueno, tan incapaz de hacer mal a nadie. Y ese es el motivo real para el inicio de esta bitácora. Tu recién estrenada paternidad.